Tras el fusilamiento de Maximiliano el 19 de junio de 1867, el cuerpo del emperador quedó gravemente dañado. Crónicas contemporáneas registran que recibió cinco disparos (al pecho y al abdomen) y un tiro de gracia en el corazón.
Al caer sin vida se golpeó la frente contra el suelo, dejando una herida visible, y el cadáver ensangrentado fue envuelto apresuradamente en una sábana y depositado en un ataúd improvisado esa misma mañana.
Por su gran estatura (1.87 m), los pies de Maximiliano sobresalían del sencillo féretro preparado para el mexicano promedio.
En resumen, el cuerpo ingresó al proceso de conservación con heridas abiertas, exposición de vísceras y sin demora, condiciones que influyeron en las dificultades posteriores.
Primer embalsamamiento: Dr. Vicente Licea
El presidente Juárez designó al médico Vicente Licea para preparar los restos. Licea, poco experimentado en conservación cadavérica, trabajó cerca de una semana –unos ocho días según registros– sobre el cadáver.
Durante esos siete días se vio ingresar al convento de Capuchinas a criadas con lienzos y pañuelos para humedecerlos con la sangre del emperador.
Según Licea, introdujo el cuerpo en un “baño compuesto de reactivos” para absorber humedad, empleando una mezcla de bicloruro de mercurio (compuesto mercurial) con agua.
Posteriormente barnizó el cadáver tres veces con un “aceite egipcio” donado por el médico imperial Samuel Basch.
También explicó que reemplazó los ojos azules naturales por pequeñas piezas de esmalte de color negro (según leyenda, usó incluso los ojos de una estatua de Santa Úrsula).
Después colgó el cuerpo para secarlo (para que “escurriera” los líquidos), y procedió a vendarlo en su totalidad: envolvió brazos, piernas, cuello y torso con vendas de lino impregnadas. Entre capa y capa aplicó dextrina (pegamento soluble) como aglutinante, repitiendo el proceso tres veces y cerrando finalmente con suturas.
El resultado fue un cuerpo rígido, cubierto de vendas y barnices al estilo de una momia egipcia.
Sin embargo, el embalsamamiento fue un fracaso. En el transporte a la Ciudad de México el ataúd volcó en un arroyo y el agua penetró en la momia improvisada, “macerando” los tejidos y provocando una adiposita (acumulación grasosa) putrefacta.
Cuando por fin llegó a la capital, el cadáver era ya un “completo desastre”: ennegrecido, descomponiéndose y a punto de esparcir olores.
Además, circularon denuncias de conducta poco ética de Licea: se le acusó de vender mechones de barba y pertenencias del emperador, lo que provocó su arresto temporal.
En suma, los métodos empleados (barnices y vendajes superficiales) y la falta de esterilidad y firmeza de Licea dejaron el cadáver en mal estado.
Intervención de Juárez y segundo embalsamamiento
Ante el pésimo estado del cuerpo, Benito Juárez ordenó de inmediato un nuevo embalsamamiento a cargo de tres médicos competentes: Agustín Andrade, Rafael Ramiro Montaño y Felipe Buenrostro.
El motivo oficial era diplomático: se esperaba que la Casa Imperial austriaca reclamaría los restos de Maximiliano, por lo que debían llegar dignamente conservados. El procedimiento se llevó a cabo en la capilla del Hospital de San Andrés (convertida en quirófano).
Juárez exigió un tratamiento escrupuloso del cadáver imperial, como correspondería a un jefe de Estado vencido, y supervisó que se siguieran las técnicas adecuadas.
Procedimientos técnicos del segundo embalsamamiento
El equipo mexicano aplicó métodos avanzados para la época. Decidieron usar una “vía seca”, colgando el cuerpo para que primero drenara sus líquidos internos.
Según el cronista Marroquí, suspendieron a Maximiliano con cuerdas para escurrir todos los fluidos residuales.
Luego procedieron metódicamente según un registro detallado (13 sep – 4 nov de 1867) que constó de las siguientes etapas: limpieza profunda, secado, pruebas y aplicación de barnices, vendajes por secciones y repeticiones del ciclo.
Por ejemplo, entre el 13 y el 21 de septiembre limpiaron el cadáver, secaron la piel y vendaban miembros y tronco con breves aplicaciones de barniz.
Más adelante, en octubre, realizaron incisiones adicionales: abrieron el cráneo para recolocar el cerebro el 1 de noviembre, y reintrodujeron las vísceras abdominales el 2 de noviembre.
En total sumaron unas 70 horas de trabajo continuado en casi dos meses.
Los materiales y sustancias empleados reflejaron el estado de la técnica del siglo XIX. Se usaron barnices y resinas para impermeabilizar la piel, pinturas conservadoras y compuestos químicos desinfectantes.
Entre ellos destacan:
- Aceites aromáticos y barnices (por ejemplo mirra o “aceite egipcio”) para engrasar el cuerpo.
- Bicloruro de mercurio diluido (un compuesto de mercurio) para absorber humedad interna.
- Dextrina, pegamento soluble en agua, aplicada en capas con las vendas.
- Ojos artificiales (de esmalte) o restauraciones cosméticas para la cara.
Estos pasos técnicos –secar, barnizar, envolver con vendas impregnadas– eran comparables a las técnicas europeas del momento.
En Francia, por ejemplo, el químico Gannal promovía la inyección de soluciones con arsénico y sales metálicas para embalsamar, junto con recubrimientos de resina copal mezclada con arsénico.
También se añadían aromatizantes vegetales (almendras, alcanfor, benjuí) en el relleno del cuerpo.
En el caso mexicano, aunque no se hicieron inyecciones arteriales masivas, se cuidó la desinfección y la sustitución de órganos como se hacía en Europa.
En ambos casos, el objetivo era detener la descomposición manteniendo los rasgos y el aspecto “digno” del difunto.
Los médicos Andrade, Montaño y Buenrostro documentaron todo paso (figuran en informes), asegurando así un protocolo casi quirúrgico de conservación, en línea con los métodos más avanzados de la época.
Transporte a Europa y destino final
Concluido el embalsamamiento en San Andrés a inicios de noviembre, el cuerpo fue preparado para el viaje. El cronista Ramos Medina describe que Maximiliano “vestía de negro y reposaba sobre cojines de terciopelo, en un ataúd de palo de rosa elegante y primorosamente trabajado”, aderezos que evidenciaban el respeto con que se trató al emperador.
El 12 de noviembre llegó el vicealmirante austríaco Barón Tegetthoff para recoger los restos comisionado por la Casa de Austria.
Desde Veracruz, el cadáver partió en la fragata de guerra Novara rumbo a Viena, acondicionado cuidadosamente para evitar sacudidas.
Finalmente, los restos de Maximiliano descansan hoy en la Sala de los Príncipes de la Iglesia de los Capuchinos en Viena, junto a otros Habsburgo.
El meticuloso traslado muestra la importancia simbólica del proceso: aun vencido, Maximiliano fue tratado «como emperador», cerrando un episodio de guerra civil con un gesto oficial de dignidad.
La conservación prolongó la visibilidad de su imagen (hasta fotografiada ya como cadáver), tal como acostumbraban en las monarquías europeas, y permitió un entierro de Estado de acuerdo con su rango.
En palabras de la crónica, el emperador no fue devuelto al cementerio “como un cadáver cualquiera”, sino embalado y vestido con el decoro adecuado.
Este cuidadoso tratamiento simbolizó, a su vez, el deseo de reconciliación política: los “reales despojos” viajarían a Europa en condiciones que todos, tanto republicanos como austriacos, reconocieran como respetuosas hacia la investidura imperial de Maximiliano.