En diversas épocas de la humanidad han ocurrido eventos catastróficos como guerras, inundaciones, terremotos, erupciones volcánicas, epidemias, pobreza y hambrunas. Estos sucesos, como los jinetes bíblicos del Apocalipsis, han devastado ciudades, regiones y países, destruyendo no solo bienes materiales, sino también causando daños físicos y la muerte de innumerables personas. Así, a lo largo de la historia, los períodos de bonanza y felicidad se han alternado con etapas en las que la muerte y el duelo se convierten en una compañía cercana y abrumadora.
El siglo XX se distinguió no solo por el enorme avance científico y tecnológico, sino también por la masiva destrucción, muerte y aflicción que padecieron millones de seres humanos bajo el efecto de dos guerras mundiales declaradas y una prolongada guerra fría no declarada. Especialmente el régimen nazi de Hitler, el socialismo de Stalin, la Revolución Cultural de Mao Tse-Tung y las numerosas dictaduras militares en países subdesarrollados de África y América Latina mostraron su saña y fría eficiencia al aterrorizar, torturar, matar y desaparecer no solo a soldados enemigos, sino sobre todo a la población civil, inocente y vulnerable: niños, mujeres, ancianos y enfermos.
Aunque todos esos regímenes de violencia y terror fueron derrotados o colapsaron en sus propias contradicciones, el ciclo de bonanza y violencia ha continuado en el siglo XXI. Las crisis económicas, las pandemias, el terrorismo y la violencia del crimen organizado son prueba de ello.
El horror y la culpa social generados por estas experiencias llevaron a que diversas disciplinas científicas —como el Derecho, la Medicina, la Psiquiatría y la Psicología— desarrollaran teorías, intervenciones y terapias para atender los efectos tanto en las víctimas sobrevivientes como en sus familiares. En esa corriente se inscribe también la Tanatología.
Como ciencia, arte y práctica profesional dedicada a la atención del duelo ante la muerte y otras pérdidas significativas, la Tanatología enfrenta hoy el reto de atender no solo los duelos ocasionados por fallecimientos en circunstancias violentas, ya sean causadas por desastres naturales, accidentes o por catástrofes provocadas por el ser humano.
Entre estas últimas se encuentran las guerras —convencionales, entre países en conflicto, y no convencionales— originadas por el terrorismo, las rebeliones internas o la presencia del crimen organizado.
En todos estos escenarios, una de las formas de duelo más desconcertantes, menos reconocidas y más difíciles de abordar es el dolor por la desaparición de un ser querido. Se trata de un dolor mezclado caóticamente con sentimientos de ira, desesperación, frustración y desesperanza, que no puede apoyarse en una pérdida objetiva y concreta. Un desaparecido, formalmente y en el mundo interno de sus dolientes, ni está muerto (no hay cuerpo), ni está vivo (no se puede hablar con él, acompañarlo ni siquiera saber dónde está).
¿Cómo realizar sin un cuerpo el ritual de la pérdida? ¿Cómo elaborar el duelo, despedirse y soltarlo? ¿Cómo retomar el curso de una vida normal si la desaparición impone una pausa indefinida e interminable?
A este tipo de duelo se le ha denominado “no duelo”, “duelo suspendido” o “duelo sin lugar”. Esa suspensión, provocada por la ausencia del cuerpo, la falta de certeza sobre la muerte y la persistente esperanza de reencuentro, impide seguir el proceso que los dolientes transitan —por sí mismos o con ayuda profesional— para superar la experiencia traumática de la pérdida. Asumir la muerte, verbalizar los pensamientos y emociones dolorosas, y elaborar los recuerdos permite que las imágenes de sufrimiento dejen paulatinamente de causar dolor. Pero si no existe la certeza de la muerte, ¿cómo asumir la pérdida?, ¿cómo integrarla? El recuerdo se vuelve permanentemente doloroso, alimentado inevitablemente por la esperanza.
La falta de justicia agrava aún más el cuadro del duelo suspendido. Desde la antigüedad, negar el derecho al duelo —impidiendo la realización de rituales que lloren y honren al fallecido— ha sido considerado uno de los peores castigos, una forma de venganza y de perpetuar el dolor. Eso fue lo que hizo Aquiles, según Homero en la Ilíada, al no entregar el cuerpo de Héctor, asesino de su amado Patroclo, para su cremación. También lo hicieron los romanos, según los Evangelios, con Jesús al darle una muerte infamante.
La complejidad y la frecuencia del duelo suspendido en el contexto de la violencia actual obligan a la Tanatología a replantear sus teorías, estrategias y metodologías de apoyo. Es imprescindible que no se renuncie a la misión de aliviar el sufrimiento de quienes han perdido a un ser querido, alejándolos —mientras llega la justicia— de respuestas inadecuadas como el derrumbe emocional, la desintegración familiar o la venganza.
Modelo general para la elaboración del duelo
Los pasos fundamentales en un proceso de duelo “normal” son:
- Reconocer la pérdida: aceptar la separación y realizar el entierro o disposición del cuerpo.
- Reestructurar la vida: rehacer el proyecto vital sin la presencia del ser querido.
- Compensar la pérdida: encontrar nuevas formas de equilibrio emocional y existencial.
Para lograr estos pasos, los dolientes requieren:
- Un adecuado apoyo emocional.
- La verbalización y expresión de sus sentimientos.
- La reconstrucción de un sentido de vida.
- La asunción de la realidad de la pérdida.
Este modelo es posible cuando se tiene certeza de la muerte y acceso al cuerpo para realizar los rituales funerarios correspondientes.
¿Y en el duelo suspendido?
¿Cuál debe ser el modelo de elaboración cuando el duelo está suspendido? ¿Cómo realizar rituales que colaboren con su procesamiento emocional?
Ese es precisamente el desafío que enfrentan hoy la Tanatología y las empresas funerarias: ofrecer respuestas, contención y caminos simbólicos para quienes no tienen un cuerpo que despedir, pero sí una herida profunda que sanar.