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El Anciano Ante la Muerte

2 septiembre 2024
Dr. Gerardo Flores Sánchez

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Desde el momento en que nacemos, la posibilidad de morir nos acompaña cada día. Aunque esa posibilidad puede materializarse en cualquier etapa de nuestra vida, es en la vejez cuando la muerte se convierte en una presencia, si no inminente, sí cercana.

La realidad es que, aunque actualmente mueren más personas entre los 10 y 25 años que adultos mayores, la imagen popular asocia la ancianidad con la muerte.

Una razón simple de que la mortalidad sea mayor en la adolescencia y juventud es que México, poblacionalmente, es joven. En la actual fase de su evolución demográfica, los adolescentes y jóvenes son mayoría. Antes de 1970, las familias tenían entre 6 y hasta 10 hijos; hoy el promedio es de 3.5, aunque en las zonas rurales y los sectores marginados de las ciudades, la fecundidad sigue siendo alta. Mientras tanto, en otros países, como los europeos, la natalidad prácticamente se ha detenido y los ancianos se están convirtiendo en la población dominante.

Aunque es irrebatible que todos vamos a morir, hay diferencias en las formas de llegar a ese destino según el grupo de edad al que pertenezcamos. Las causas de muerte y las características del morir en adolescentes y jóvenes ocurren principalmente por accidentes de tránsito, homicidio y suicidio. En México mueren ocho jóvenes cada semana; diariamente, uno es asesinado y otro se suicida. Esto significa que la muerte en la población joven es eminentemente violenta, abrupta e inesperada, con un proceso de morir (agonía) generalmente breve, en el que hay poco tiempo para el sufrimiento de la persona que pierde la vida, a menos que sobreviva con una discapacidad considerable.

Por otra parte, en la población adulta mayor, la muerte es causada generalmente por enfermedades crónico-degenerativas, que afectan a la persona por largos años de su vida y, a menudo, casi toda ella. Estas enfermedades finalmente concluyen en una fase terminal también prolongada, de gran desgaste físico, emocional y financiero, con un sufrimiento que va de leve y moderado pero constante, hasta uno intenso y demoledor para la víctima y los familiares que lo cuidan.

Por lo anterior, la imagen popular de la muerte en la ancianidad se asocia también con discapacidad, dolor y sufrimiento. Si a estos factores se les suman la soledad (por viudez o abandono de los hijos), la dependencia (deterioro grave de la autonomía), la pobreza, la depresión y el miedo (a sufrir por la vejez y la enfermedad, a morir y a verse sin apoyo), el resultado es que socialmente la vejez en la actualidad se asume como una condición indeseable, fatal y sombría, que causa temor. Por lo tanto, si no se puede detener o suprimir, al menos se evita hablar de ella y de los asuntos relacionados, como la jubilación, la pensión, el sistema institucional que se hará cargo de su cuidado en estado de enfermo crónico y/o dependiente, las previsiones jurídicas sobre su testamento, sus disposiciones voluntarias de cómo quiere ser tratado en caso de quedar en estado de coma u otro de gravedad similar que comprometa gravemente su calidad de vida (testamento vital o voluntad anticipada, ortotanasia e incluso eutanasia), y finalmente, el tema de su funeral y rituales de duelo (cómo quiere que se trate su cuerpo y cómo desea ser recordado).

Por todo lo anterior, en la sociedad moderna y, sobre todo, en la llamada post-moderna, la vejez y la muerte son temas tabú (“conspiración del silencio”). Se evita a toda costa hablar de ellos, aferrándose a las imágenes comerciales de los medios masivos de comunicación, que se centran en la juventud, la belleza física, la vitalidad en actividades extremas, la potencia sexual, la capacidad de consumo sin límites y en una ilusión de inmortalidad. En el discurso de las políticas de los organismos internacionales de salud (OMS) y de los programas de seguridad social, salud y asistencia social de los países en desarrollo, como el nuestro, en los que deben estudiar y reconocer la realidad para poder desarrollar medidas efectivas que atiendan sus problemáticas reales, se recurre a eufemismos y a un lenguaje técnico y amable para referirse a la difícil situación de la vejez. A los ancianos se les llama adultos mayores, adultos en plenitud, adultos saludables, etc. Se les jura respeto y amor, pero no se dan pasos comprometidos para crear la estructura institucional y destinar los recursos económicos necesarios para garantizar la atención efectiva de sus numerosas y complejas necesidades.

Esa es la deuda pendiente y creciente que la sociedad mexicana tiene con sus ancianos, que ahora constituyen del 8 al 10% de su población, pero que para el año 2040 será el 25%, cuando habrá una escasa población de jóvenes y adultos que puedan y estén dispuestos a trabajar para mantenerlos y dedicar su tiempo y energía para cuidarlos.

Mientras el país decide afrontar seriamente esta problemática, que como un tsunami se vendrá sobre la economía nacional, hay algunas cosas que pueden y deben hacer los que son adultos mayores y, sobre todo, los que aún no llegan a esa etapa de la vida: planificar y prepararse para su vejez, su retiro, su jubilación, su declive físico, intelectual y productivo. Por ejemplo, se debe formar y consolidar un patrimonio, tener un trabajo estable, lograr la protección de la seguridad social, crear un fondo financiero para su jubilación, adquirir seguros de vida y de gastos mayores en salud, tener un plan funerario acorde a su situación financiera, y arreglar todos los asuntos legales testamentarios. Pero como el bienestar en la vejez depende de una base familiar firme, debemos cultivar valores como la lealtad, el respeto, la honestidad, la justicia, el servicio y, sobre todo, el amor. Finalmente, siendo la paz emocional y espiritual personal el cimiento y el material para construir todo el edificio de nuestro proyecto de vida, debemos fortalecer nuestra capacidad de mantener viva la esperanza y el valor para enfrentar todas las adversidades con trabajo, amor y fe, pues el regalo que Dios nos da con la vida incluye el compromiso de utilizarla y disfrutarla al máximo, pero sabiamente, en nuestro bien y en provecho de quienes nos rodean. Si es así, la muerte será un paso que se podrá dar sin demasiado miedo, con la certeza en lo profundo de nuestro ser de que, en la suma y balance de todos los momentos felices y tristes que pudimos tener, el saldo es positivo y que valió mucho la pena llegar a viejo para entender realmente en qué consistió el valor y significado de nuestra vida.

Referencias:

  • Elías, N. (1987). La Soledad de los Moribundos. FCE, México.
  • Mainetti, J. (2010). Medicina y humanitud: sufrir, envejecer, morir. En Primer Simposio Virtual de Dolor, Medicina Paliativa y Avances en Farmacología del Dolor, España.

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