Una de las características que distingue al ser humano del resto de los animales es que es consciente, tanto de sí mismo como de su entorno (sobre todo de sí mismo). Mientras que un perro se ladra y enfrenta su reflejo, mientras que un bebé pequeño no tarda en comprender que ese bebé que está viendo es él mismo.
Esa consciencia, precisamente, hace que las personas sepamos identificarnos y distinguirnos de otras; de ahí nace, en parte, el concepto de otredad, que tantos problemas ha traído a la humanidad al ser fanatizado. Pero no abordaremos ese tema. Lo que sí se abordará es que, en ese proceso de ser conscientes de nuestra individualidad, también nos hacemos conscientes de nuestra soledad y de que somos finitos (realmente solo dependemos de nosotros mismos y de que inevitablemente vamos a morir), lo que llega a crear pesos existenciales.
Todos los animales son conscientes (aunque sea instintivamente) de que hay peligros que deben evitar (no necesariamente de la muerte, puesto que hay animales heridos de muerte que intentan hacer cosas totalmente ilógicas, como rascarse con un miembro amputado). Pero el ser humano es el único animal consciente en alto grado de la muerte.
El ser humano no solo evita peligros, sino que crea formas de destruirlos o aminorar sus daños. También es consciente de lo que debe hacer antes de morir: crea testamentos; se despide de sus seres queridos; si está herido busca bloquear su herida o llamar, ya sea a personal médico o a su familia. Esto se debe a que las personas sabemos que con la muerte se acaba todo, terrenalmente hablando (hacemos esta aclaración contemplando a las personas religiosas) e intentamos dejar todo en orden.
Además, de esta consciencia de la muerte surge la necesidad del ser humano por la trascendencia. Saber que somos finitos en espacio y tiempo, que solo somos un grano de arena en el universo que, además, va a morir, nos hace desear que seamos recordados para bien en el futuro.
Filósofos, artistas, deportistas e inventores han dejado su legado para la humanidad, una digna herencia que sobrepasa el tiempo en que ellos vivieron. Muchos han teorizado que parte de su motivación ha sido precisamente la certeza de que no siempre estarían aquí, de dejar algo a las generaciones futuras que llegarían después de sus muertes.
La muerte produce miedo, pero también fascinación; siempre nos preguntamos que hay después de la muerte. Las religiones han respondido esa pregunta y, con un carácter sagrado que surge del respeto hacia la muerte, han establecido líneas de conducta para aspirar a paraísos, reglamentos de conductas que muchas veces han sido retomados por códigos penales y que nos permiten vivir en armonía o, por lo menos, sin conflictos.
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